En tiempos donde todo se dice, pero casi nada se sostiene, la mentira ha dejado de ser un pecado ocasional para convertirse en una herramienta cotidiana de la política. Argentina transita un momento de enorme fragilidad institucional. Temas que parecen tangenciales, pero están en el centro del problema.
Elecciones en CABA
A una semana de unas elecciones que pueden alterar sutil o profundamente el rumbo económico y social del país, la coalición de centro-derecha que llevó a Javier Milei a la presidencia muestra señales preocupantes y desencuentros. Los cruces recientes entre el propio Milei y el expresidente Mauricio Macri no solo desorientan a sus votantes; comprometen las condiciones de gobernabilidad de un espacio que, guste o no, representa hoy la única ingeniería política posible para que Milei evite que la política se convierta en el principal escollo de su proyecto económico.
Porque en este país de supervivencias precarias, no hay margen para el caos institucional. Ni el presidente puede darse el lujo de fracasar por culpa de su temperamento, ni los argentinos podemos permitirnos que el poder se convierta en un ring donde la palabra es apenas un golpe más.
La semana pasada, el Senado rechazó el proyecto de “ficha limpia”, dejando atónita a una sociedad que intuía el desenlace pero que no esperaba la brutalidad del cinismo. Que un presidente con discurso anticasta haya sido acusado de negociar con esa misma casta para sepultar un principio básico como el de impedir que los condenados por corrupción accedan a cargos públicos, es un hecho grave. Pero más grave aún sería que fuera verdad. Que según algunos medios de comunicación Rovira lo habría admitido ante su tropa.
Porque si bien las acusaciones de ambos lados se multiplican —y ya nadie se salva del barro—, la pregunta de fondo sigue siendo la misma: ¿Quién miente? Y peor aún: ¿Qué hacemos si el que miente es el presidente?
La figura de Macri podrá incomodar, dividir o incluso conspirar desde las sombras, pero su mentira —de haberla— solo compromete su legado. En cambio, si quien miente es el presidente en funciones, la consecuencia es infinitamente más grave: se resquebraja la autoridad política sobre la que se sostiene el orden institucional. No se trata solo de Milei como persona, sino de lo que representa su investidura, que a veces parece olvidarlo. En un país sin reservas de confianza, la credibilidad presidencial es el último sostén.
La historia tiene ejemplos elocuentes. Cuando Bill Clinton negó su relación con Mónica Lewinsky, el error no fue el romance, sino la mentira. El escándalo que erosionó su liderazgo no se sostuvo en la ética privada sino en la traición pública: le mintió al pueblo norteamericano. Y de eso, no se vuelve.
Milei ya mostró síntomas similares en el caso LIBRA. Allí también la verdad quedó subordinada al relato. Pero si ahora el presidente repite el patrón con temas de institucionalidad profunda, como el acuerdo o la ruptura de un pacto de gobernabilidad, el costo no será solamente político. Será existencial.
Cuando la política se desentiende de la verdad, la mentira se convierte en sistema. Y en ese sistema, todo proyecto termina en colapso. La mentira no es solo un problema moral. Es, quizás, el peor de los errores estratégicos.