Pensar el espacio no como forma, sino como experiencia. No como volumen, sino como tiempo habitado. Una arquitectura que no se impone por pisos ni por simetrías, sino por intensidades de uso, por funciones que se superponen, se elevan o descienden en una suerte de coreografía contenida.
Una sala de estar no necesita la misma altura que un comedor. Una escalera no es solo conexión, sino intervalo. Un desnivel no es obstáculo, sino pausa. Y el paso de un espacio a otro puede ser, si uno escucha, un cambio de tono, como en la música. Diseñar espacios con densidad moral, donde cada metro cúbico tenga sentido, es resistirse al plano rápido, al proyecto especulativo, al render vacío.
Hoy habitamos más metros cuadrados, pero con menos sentido. El hogar se ha vuelto oficina, aula, refugio, pantalla. La arquitectura, entonces, ya no puede ser neutra. Debe elegir: imponer forma o escuchar el uso. Yo elijo escuchar. Y en esa escucha, también se aprende a diseñar con los cuerpos, con sus recorridos, con sus pausas necesarias.
El ornamento digital: exceso, consumo y falsas apariencias
El ornamento no ha desaparecido. Se ha vuelto más sutil, más invasivo, más difícil de nombrar. Ya no está tallado en piedra: se proyecta en pantallas, se desliza en renders, se escapa en filtros. Hoy se diseñan casas que nunca serán habitadas, espacios que existen solo mientras hay conexión. La arquitectura corre el riesgo de convertirse en promesa sin presencia.
Y lo peor: ese ornamento produce subjetividades. Nos educa para desear espacios que se vean bien, no que se vivan bien. Diseñamos para mostrar, no para habitar. Construimos casas que no alojan, sino que exhiben. Y en ese camino, se pierde el espesor, la memoria, la verdad.
Pero también ocurre que el ornamento digital impone un ritmo de obsolescencia al pensamiento. Las modas estéticas se imponen por tendencia, no por pertinencia. Y muchas veces, lo urgente devora lo importante: se construye para ser viral, no para ser vivido. En ese vértigo, discernir se vuelve un acto político.
No se trata de demonizar la tecnología. Se trata de preguntarnos qué belleza queremos sostener. Porque cuando el diseño se vuelve seducción superficial, deja de ser arquitectura para convertirse en decoración. Y cuando la decoración se convierte en norma, la arquitectura pierde su dignidad.
Lo que queda en pie
Enseñar arquitectura no es enseñar a exhibir, sino a escuchar. A veces, basta con eso: con no adornar lo que ya es valioso. Con dejar que un espacio respire. Con asumir que la arquitectura no tiene que sorprender, sino sostener.
Cuando todo parece ruido, tal vez sea hora de volver a empezar. Desde el silencio. Desde el adentro. Desde la ternura de una sombra bien puesta, desde la honestidad de un muro que protege sin gritar. Desde la responsabilidad de no diseñar para impresionar, sino para acompañar. Y entonces, tal vez, podamos volver a construir. Pero de otro modo. Más despacio. Más cerca. Más humano.
Fuente: El Litoral.