sábado 16 de agosto de 2025

Neuroarquitectura: cuando el espacio piensa con nosotros

La neurociencia y la arquitectura están empezando a pensar juntas: el entorno edificado no es un escenario neutro, sino una extensión activa de nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestras decisiones.

15 de agosto de 2025 - 08:46

Durante siglos, la arquitectura ha sido una respuesta a la materia, al clima, a las técnicas y a las necesidades humanas. Pero en los últimos años ha surgido una pregunta más radical: ¿Cómo nos afecta lo que proyectamos? Así nació la neuroarquitectura, como una convergencia de disciplinas que buscan comprender el impacto del espacio en la experiencia humana.

En plena Segunda Guerra Mundial, el premier británico Winston Churchill pronunció una frase que hoy parece anticipar esta conversación: "We shape our buildings, and afterwards our buildings shape us". Es decir: "Moldeamos nuestros edificios, y luego ellos nos moldean a nosotros". Lo decía para defender la reconstrucción del Parlamento de su país tal como era antes del bombardeo. El argumento no era sentimental: sostenía que el diseño del recinto había condicionado, con sus proporciones, su disposición y su atmósfera, la forma de hacer política en el Reino Unido.

Sin fórmulas infalibles

El diseño no es solo funcionalidad: es estímulo, lenguaje, entorno emocional. Los hallazgos son tan fascinantes como urgentes. Sabemos, por ejemplo, que el hipocampo -clave en la memoria y la orientación- responde mejor a los entornos complejos pero legibles, donde la navegación espacial no es lineal pero sí intuitiva. Sabemos que el córtex prefrontal, involucrado en la toma de decisiones y la autorregulación emocional, se activa más eficientemente en espacios que permiten el control sensorial: iluminación natural, acceso visual al exterior, materiales cálidos.

Sabemos que la frecuencia cardíaca y la presión arterial disminuyen en presencia de elementos naturales, lo que ha dado lugar a teorías como la biofilia, que rescata nuestra necesidad ancestral de conexión con lo vivo. Nada de esto significa que haya fórmulas infalibles. La arquitectura no debe convertirse en una suma de estímulos optimizados ni en una receta cerebral. Pero sí significa que proyectar sin considerar el cuerpo y la mente del habitante es ya una forma de negligencia.

Una ventana mal ubicada no solo pierde una vista: puede aumentar el estrés. Un aula con reverberación sonora no solo incomoda: entorpece el aprendizaje. Un hospital sin acceso visual al cielo no solo desorienta: puede afectar el proceso de recuperación. El arquitecto no necesita convertirse en neurocientífico. Pero sí necesita saber que su trazo tiene consecuencias invisibles. Como un músico que ignora la armonía y sin embargo quiere componer una sinfonía. Lo que está en juego no es la espectacularidad de una obra, sino su capacidad de resonar en la fisiología íntima del usuario.

El bienestar como punto de partida

La neuroarquitectura ha encontrado eco no solo en la salud, sino también en la educación, en la vivienda y en el urbanismo. En muchas escuelas escandinavas, por ejemplo, el aula ya no es una caja. Se privilegia la luz cenital, los espacios flexibles, la presencia de madera y de naturaleza. Lo que se busca no es solo enseñar mejor, sino permitir que el cuerpo del niño esté en condiciones de aprender. No hay aprendizaje posible sin bienestar sensorial.

En el campo residencial, las investigaciones han confirmado que la exposición prolongada a estímulos visuales caóticos —colores estridentes, iluminación agresiva, desorden espacial— afecta el descanso, la concentración y el estado de ánimo. El hogar, tan cargado de simbolismos culturales, necesita ahora pensarse también como entorno neurocompatible. Ni cápsula estéril ni escenografía del confort: lugar donde el cuerpo y la mente se reencuentren.

Escuchar lo que el espacio nos devuelve

La arquitectura no es una prótesis para el habitar. Es una conversación permanente entre lo que somos y lo que el mundo nos permite ser. Cada línea que trazamos deja una marca, no solo en el plano sino en el cuerpo de quien lo recorre. Cada decisión -una ventana, una puerta, una sombra- es una promesa: de calma o de hostilidad, de apertura o de encierro. El espacio, aunque no tenga voz, piensa. Y si lo pensamos bien, puede incluso ayudarnos a vivir mejor. Quizás el gran gesto del arquitecto contemporáneo no sea inventar nuevas formas, sino aprender a escuchar. Escuchar la piel, la memoria, el ritmo de la respiración. Escuchar lo que el espacio dice cuando nadie habla.

En tiempos de exceso formal y urgencias digitales, diseñar con atención a la mente y al cuerpo puede ser el acto más revolucionario. Una arquitectura que no grita, sino que cuida. Que no deslumbra, pero transforma. Porque si es cierto -como recordaba Churchill- que primero damos forma a los edificios y luego ellos nos devuelven su forma, entonces debemos elegir con sumo cuidado qué formas darles. Porque cada obra es, en definitiva, una forma de declarar cómo entendemos la vida. Y proyectar es también elegir qué mundo queremos habitar.

Fuente: El Litoral.

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