Silvia Arregui: la fuerza serena de una mujer que supo honrar un legado familiar y hacerlo propio
Creció en la emblemática “Casa Bilbao” y amó la tradición desde niña. San Ignacio, el comercio dedicado a la venta de productos regionales que perteneció a su papá, hoy lleva esa impronta.
26 de octubre de 2025 - 07:18
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Silvia Arregui, en San Ignacio, donde recibió a LA OPINION.
LA OPINION
Silvia Inés Arregui nació en Pergamino. Vivió un tiempo en el barrio Acevedo hasta que sus padres se mudaron al centro de la ciudad. “Al principio estuvimos en Alberti y Pinto y a mis seis años nos mudamos a Doctor Alem y Pinto, en un departamento que aún existe”, cuenta al comenzar su relato.
Su familia estaba conformada por su mamá, María Inés Ferreyra, su papá, Roberto Arregui, y sus hermanos menores, Guillermo y Cecilia. Hizo la primaria en la Escuela Nº 1, comenzó el secundario en el Normal y luego se cambió al Comercial, donde egresó. “Al terminar me fui un año a Rosario a estudiar Ciencias Económicas. Extrañaba y regresé a Pergamino. Cursé en la Universidad Católica Argentina, donde hice los tres años de la carrera de contador público y cursé los dos restantes en Buenos Aires, pero no me recibí. Descubrí que no era una carrera para mí, que mi destino era otro”.
Tiene 71 años y su mirada transmite la esencia de un alma noble, algo que se traduce en la calidez de su manera de hablar y en las expresiones de su rostro cada vez que evoca un recuerdo.
La huella de Casa Bilbao
La historia de Silvia está íntimamente ligada al comercio familiar. La emblemática Casa Bilbao fue creada por su abuelo hace más de setenta años y se transformó en un símbolo de trabajo y dedicación.
“El negocio inicial funcionaba en Doctor Alem y Pinto. Nosotros vivíamos en la planta alta. El iniciador fue mi abuelo con mi papá y mi tío. Cuando yo nací, el negocio ya existía. Mi abuelo era padrastro de mi papá y de mi tío, era Julián Bilbao. Ellos habían perdido a su papá siendo muy chicos, y mi abuela, Valentina, que curiosamente también era de apellido Bilbao, se casó con este hombre que fue nuestro abuelo amado, una persona extraordinaria. Crecí con él, y el negocio dedicado a la venta de prendas regionales fue parte de mi vida desde que tengo recuerdo”.
“Nosotras fuimos las chicas ‘Bilbao’ hasta que fuimos al colegio”, recuerda con ternura. “Mi abuelo, además de ser el abuelo que yo conocí, era mi padrino y un ser extraordinario para toda la familia”.
Cuando su abuelo falleció, en 1980, su padre y su tío decidieron disolver la sociedad y continuar cada uno por su cuenta. “Mi tío siguió con el negocio y mi papá abrió San Ignacio, primero en un local, luego en otro, hasta que llegamos a donde funciona hoy, en Rivadavia al 400, Estamos en el barrio hace 44 años y 34 en este local”, relata.
Una nueva vida en Entre Ríos
De joven trabajó en el negocio familiar y la actividad comercial le gustó desde siempre. Pero la vida le tenía preparado otro destino: “Teniendo 30 años, me enamoré del que hoy es mi esposo, Roberto Franco, y me fui a vivir a Entre Ríos, al campo donde él trabajaba”.
Su relato recrea las vicisitudes de ese cambio radical: “Me fui a vivir al medio del campo. No sabía ni hacer un huevo frito. Tuve que aprender todo. Fue un mundo nuevo para mí, pero absolutamente maravilloso, por la gente que conocí”.
Había conocido a su compañero de vida varios años antes. “Habíamos bailado alguna vez en una confitería y cinco años después nos reencontramos. El ya vivía en Entre Ríos, empezamos a escribirnos, y cuando se cortó el túnel subfluvial no teníamos como vernos. En esas condiciones nos casamos y me fui a lo desconocido”, cuenta.
Vivieron en Entre Ríos desde 1984 hasta 1991. Allí nacieron sus cuatro hijos: José Luis (40), María Irene (37), Ana Clara (36) y Julián Hilario (34).
“Estábamos bien allá, pero pesó la lejanía con nuestros afectos”, cuenta recreando los motivos que los llevaron a regresar a Pergamino. “Fue difícil porque volvimos sin trabajo, con cuatro criaturas. Nos establecimos en la casa de una tía de mi esposo, en el barrio Otero, donde hoy vivimos”.
Volver a empezar
Admite que el regreso no fue sencillo. Nada les fue fácil, pero siempre estuvieron unidos. Junto a su marido abrieron un pequeño almacén en la zona donde funcionaban los hornos de ladrillos. “Nuestra clientela era la gente que trabajaba allí. En paralelo, él fue reactivando su oficio de mecánico. Tenía las herramientas, solo debía rehacer la clientela”.
El almacén funcionó durante trece años. “Lo atendíamos juntos mientras criábamos a nuestros hijos, los llevábamos a la escuela y al resto de las actividades que realizaban, todo era contrarreloj”.
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26-10-2025 19:30
Embed - Diario LA OPINION on Instagram: "Creció entre las prendas regionales de Casa Bilbao y heredó el amor por la tradición. Silvia Inés Arregui, hoy al frente de San Ignacio, mantiene vivo el legado familiar que comenzó su abuelo hace más de 70 años. Su historia es la de una mujer que enfrentó desafíos, volvió a empezar, superó enfermedades y siguió apostando al trabajo, la familia y la fe. Desde su local en Rivadavia al 400, sigue honrando el esfuerzo de sus padres y transmitiendo el valor de lo simple. Conocé su historia completa en laopinionline.ar Lee la nota completa en www.laopinionline.ar #Pergamino #HistoriasDeVida #Tradición #SanIgnacio #CasaBilbao #OrgulloPergaminense #DiarioLaOpinión"
Inmersa en esas rutinas cotidianas, a los 42 años la vida la enfrentó a una enfermedad. “Me detectaron cáncer de mama. Me operaron en el Hospital de Clínicas en 1996. Fue un impacto, pero no tenía tiempo para pensar en mí. Lo único que le pedía a Dios era que me diera vida para criar a los chicos y poder acompañarlos más tiempo”, señala.
Fue una mastectomía total, sin tratamiento posterior. Cinco años más tarde, en 2001, atravesó un segundo episodio en la otra mama. “Me operaron e hice un tratamiento de pastillas durante cinco años. Después de eso, nunca más”, agrega.
Silvia reconoce que su actitud frente a la adversidad, fue su gran aliada. “Cada vez que iba al hospital me daba cuenta de que la cabeza es todo. Siempre tuve una actitud positiva. Entre los 40 y los 50 años fueron mis años más difíciles, pero después todo fue más llevadero y esa experiencia fue quedando atrás”.
El regreso al negocio familiar
En 2005 sus padres ya eran grandes y el trabajo en el negocio se les hacía difícil. “Empecé a trabajar con ellos, como empleada. Mi papá falleció en 2010, compré la parte a mis hermanos y a mi mamá y me quedé en el negocio. Conocía el movimiento, la clientela, los proveedores, conocía el negocio y, además, lo amaba”.
El esfuerzo valió la pena. “Hoy seguimos honrando este lugar que tanto quisieron mis padres”, resalta y cuenta: “Vendemos lo que nos entra en estas cuatro paredes. En San Ignacio seguimos vendiendo prendas regionales, ruanas, ponchos, botas de goma, alpargatas, bombachas de campo, boinas y ropa de trabajo”.
“Nuestro fuerte son las bombachas de campo y las alpargatas. Ese es el pan de la panadería”, resume con orgullo. Silvia honra profundamente la tradición. Heredó ese legado. “Nos duele en el alma cuando alguien dice que viene a comprar algo solo porque alguien tiene que disfrazarse en un acto patrio, porque la tradición es mucho más que una prenda de gaucho”, destaca. Y agradece la fidelidad de esos clientes que aún se acercan buscando lo que alguna vez les vendió su papá.
“El hace quince años que falleció y todavía la gente lo recuerda. Dejó una huella impresionante”, dice, emocionada. Y habla de su mamá, que la acompañó varios años más. “Ella falleció este año, a los 97 años y fue la reina del negocio”.
Una verdadera red de afectos
Silvia continúa viviendo en el barrio Otero. “Estoy inmensamente agradecida a la gente de los hornos de ladrillos y los vecinos del barrio que eran nuestros clientes, jamás me faltaron el respeto y nunca tuvimos un problema”, expresa.
Viviendo aún en la misma casa, cada día viaja hasta el centro en colectivo con Irene, su hija. “A las ocho y media salimos, a las doce y media volvemos, y a la tarde otra vez”, describe. “Mi esposo sigue con su oficio de mecánico, le gusta ocuparse de la huerta en casa y ama el cicloturismo”, menciona.
Habla con profundo orgullo de sus hijos y sus nietos. También de lo que hacen y de cómo se nutren de buenas cosas: “José Luis trabaja en el INTA, es bombero voluntario y está en pareja con Emilia Rímoli, con quien tiene dos hijos, Victorio (8) y Camila (3). Irene, de 37 años, vive con nosotros y participa del Grupo Adaptarte, un espacio maravilloso que me permitió conocer personas y padres geniales.
Ana Clara está al frente del negocio, y está de novia con ‘Tato’ Marroco. Y Julián trabaja en una empresa y está en pareja con Natalia Gadea, con quien tiene a Gregorio”.
“También tengo un hijo del corazón Leonel López, hijo de una amiga de Entre Ríos. A los 20 años se vino a vivir con nosotros a Pergamino, se enamoró de la ciudad y aquí organizó su familia. Su hijo Angelito es un nieto más”, comenta destacando lo mucho que disfruta de ese universo afectivo tan nutritivo.
Lo que alimenta el alma
Todo en ella es sencillez. A medida que la charla avanza, aflora esa esencia que la define, siempre propensa al cuidado de los demás y a la atención de sus propios intereses. Cuenta que desde pequeña se sintió atraída por el arte: “A los tres años empecé a aprender danzas clásicas y españolas con Eva Cardamone. También, piano con María Ester Parodi y también con Armildo Carmelino. Más tarde, danzas folklóricas con ‘Mechi’ Porcel. Estuve en el coro del Banco Local con Angel Concilio y en el Pepsam, estuve en el Coro de María Auil. Ahora tomo clases de baile en el Pepsam y hago folklore con Hernán Zárate en Bellas Artes. Hago lo que me da placer”.
Ha inculcado ese amor por el arte, a sus hijas y las ha acompañado en su recorrido. “Los hombres de la familia y mis nueras se dedican más al deporte”, admite. Y asegura que “cada uno hace aquello que ama”.
Dueña de una espiritualidad que vive como “una fuerza protectora”, tiene la certeza de que hay algo que la abraza. “No sé si es Dios, la virgen, los ángeles guardianes o esos seres amados que desde algún lugar nos cuidan, pero siempre me siento protegida y eso me reconforta”.
El valor de lo simple
Tanto como honra la tradición y el legado tomado de los suyos y hecho propio, Silvia rinde culto a lo simple. No tiene sueños grandilocuentes ni ilusiones imposibles. “Solo pido a Dios o al universo que me de salud, poder andar y seguir acompañando a los chicos”. Ese es su anhelo, y su sentido. Cuando lo dice, la mirada se vuelve hacia sus hijas con las que comparte el mate mientras se desarrolla la entrevista. Los clientes entran y salen de ese negocio amado. Allí teje su historia, la abraza, transmite lo que le genera y muestra que la mayor construcción de una vida es armar cada proyecto sostenido en los cimientos que le aportan los vínculos, la gratitud y la constancia.