La muerte de Marcos —un joven atropellado en el terraplén, en ese lugar que algunos usan como si fuera una calle más— nos dejó sin palabras. O, mejor dicho, nos obligó a decirlas. A escribirlas con bronca, con dolor, con la impotencia que solo aparece cuando la tragedia es irreparable.
Aquella muerte tenía algo particularmente insoportable: no fue un accidente inevitable. No fue una fatalidad imprevisible. Fue el resultado de una cultura que se fue instalando de a poco, sin ruido, sin condena social, sin límites claros. Esa costumbre de andar arriba del terraplén en moto, como si no fuera peligroso, como si no fuera delito, como si no estuviera mal.
En aquel momento parecía que la justicia había actuado con firmeza. Que la sanción había sido ejemplar. Que quien lo causó estuviera preso era, para muchos, una respuesta contundente. Una señal. Algo parecido a la tranquilidad dentro del dolor.
No por maldad. No porque no importe. Sino porque la memoria social, cuando no se transforma en acción, es frágil. Y porque la tragedia, si no nos cambia, se convierte en noticia vieja.
Y ahí está el punto más grave: si la muerte de Marcos queda reducida a un hecho del pasado, entonces Marcos muere dos veces. La primera en el terraplén. La segunda en nuestra indiferencia.
¿De verdad todo es culpa del Estado?
Por supuesto que el Estado tiene responsabilidades. Las fuerzas de seguridad deben controlar. Tránsito debe actuar. La policía debe intervenir. Los mecanismos existen para eso. Y es correcto reclamar cuando fallan. Pero lo decíamos en aquella nota del 30 de marzo, y hoy lo repetimos con más convicción:
La cultura de la irresponsabilidad no se sostiene únicamente por controles. Se sostiene también porque la sociedad la tolera. Porque la mira y calla. Porque la ve y se hace la distraída. Más de una vez nos quedamos perplejos cuando una moto sube al terraplén. Más de una vez vimos a alguien pasar en rojo, doblar donde no corresponde, andar sin casco, o con el escape ensordecedor que rompe la paz del barrio. No porque estemos de acuerdo. Sino porque es más fácil no meterse. Porque pesa el “no es mi problema”. Porque domina el “que lo arregle el Estado”. Allí viene el comentario en redes o el mensajito de WhatsApp, el lugar donde termina nuestro civismo en estos días.
Pero si todo lo malo que ocurre es responsabilidad del Estado, entonces ¿qué lugar ocupamos nosotros? ¿La ciudadanía es solamente quejarse? A veces pareciera que sí.
Porque exigimos que el Estado sea perfecto, pero nos damos permisos cotidianos para ser irresponsables. Porque reclamamos orden, pero lo violamos en pequeñas cosas que, sumadas, forman una cultura. Porque pedimos seguridad, pero naturalizamos la imprudencia.
Y entonces surge una pregunta incómoda:
¿cómo podemos vivir en sociedad si creemos que el único responsable de lo que hacemos mal es el Estado?
El camino fácil: sacarse el sayo
Hay una trampa silenciosa, una tentación social: sacarse el sayo rápidamente. “Yo no fui, fue el Estado.” “Yo no tengo la culpa, que controle la policía.” “Yo no voy a discutir con nadie, para eso están los inspectores.”
Pero no es fácil guardar la basura en casa hasta que pase el recolector. No es fácil ponerse el casco para hacer un trámite rápido “a dos cuadras”. No es fácil hacerte cargo del árbol de tu vereda, aunque te dé sombra, frescura y protección. No es fácil cortar el pasto, o arreglar una vereda, o no tirar residuos donde no corresponde.
Claro que no es fácil. Pero vivir en comunidad no es fácil. Nunca lo fue. Lo que pasa es que antes era normal hacer esas cosas. Hoy parecen excepciones.
Y en ese cambio, en ese desplazamiento cultural, está el germen de la decadencia cívica: lo mínimo se volvió heroico, y lo irresponsable se volvió cotidiano.
La comunidad se convirtió en una queja eterna
El espacio común se transformó en un ring. Los problemas ya no se enfrentan: se denuncian desde el enojo. Se canalizan en redes sociales como si un comentario pudiera reemplazar a una acción.
Nos sentimos ciudadanos cuando puteamos. Pero cuando hay que cortar el pasto de la vereda, pareciera que somos patriotas. Y sin embargo es lo mínimo.
La democracia no es solamente opinar. La democracia es convivir. Y convivir es, muchas veces, poner límites.
Si alguien pasa en rojo, hay que señalarlo. Si alguien anda sin casco, hay que decírselo. Si aparecen motos ruidosas que alteran la vida de los demás, hay que actuar: llamar a Ojos en Alerta, denunciar, reclamar, incomodar.
No se trata de pelear por pelear. Se trata de entender que la impunidad cotidiana crece cuando la sociedad se acostumbra.
Estamos a un suspiro de otra tragedia
Durante los controles de las fiestas de Navidad se secuestraron decenas de motos y autos por alcoholemia. Decenas. Y esos números no son estadísticas. Son advertencias. De hecho se secuestraron 25 motos en promedio por día en lo que va del 2025
Estamos a un suspiro de otra tragedia como la de Marcos. Estamos a un error, a un exceso, a un minuto de otra vida rota. ¿Vamos a volver a escribir una nota?, ¿Vamos a volver a lamentar?, ¿Vamos a volver a prometer que “esto no puede pasar más”? Porque esas frases pierden sentido si no están acompañadas por lo único que las vuelve verdaderas: el compromiso.
La libertad no es gratis
Hay una frase grabada en piedra en Washington, en el monumento a Lincoln: “La libertad no es gratis.” Y tampoco es permanente.
La libertad —y la vida en comunidad— hay que construirla. Todos los días. En lo grande y en lo pequeño. En el semáforo que respetamos. En la moto que no usamos sin casco. En la basura que guardamos una noche más. En la vereda que cuidamos. En el límite que ponemos.
Porque una comunidad no se salva a fuerza de quejas. Se salva a fuerza de responsabilidad.
Al Estado el reclamo. Pero por sobre todas las cosas, nosotros hagamos nuestra parte
Claro que al Estado hay que exigirle. Hay que pedir más controles, mejor presencia, mejores decisiones. Hay que reclamar orden, justicia, prevención. Pero si creemos que todo depende del Estado, entonces la sociedad se vuelve adolescente: espera que otro resuelva, mientras se queja de lo que no cambia.
Marcos murió en el terraplén. Pero lo que debería morir con él —si queremos honrarlo de verdad— es la cultura de la negligencia. Que no nos pase lo de siempre: llorar cuando ya es tarde. Que no lo convirtamos en un recuerdo que solo se activa con nostalgia. La muerte de Marcos no debe ser un episodio. Debe ser un punto de inflexión.
Porque si no somos capaces de cambiar, entonces no fue solo la muerte de Marcos. Fue la derrota de todos.