Un juicio histórico como espejo del país: La decisión de la jueza Loretta Preska, que obliga a la Argentina a entregar las acciones de YPF como forma de pago por una indemnización multimillonaria, no es solo una noticia judicial. Es un espejo.
Un reflejo brutal de un país que oscila, de crisis en crisis, entre dos ideas irreconciliables sobre su destino.
Por un lado, la Argentina del estatismo obsesivo: la que cree que el Estado debe controlarlo todo, dirigir empresas, fijar precios, manejar energías y sueños. La que expropia sin pagar, o paga mal y tarde. La que aplaude cuando se “recupera la soberanía energética” aunque se quiebren empresas, se violen contratos o se dispare el riesgo país.
Por otro, la Argentina del “Estado mínimo”: la que ve al Estado como un estorbo, como una maquinaria inútil que solo genera gasto y corrupción. La que idealiza la mano invisible del mercado, incluso cuando el mercado olvida que hay provincias sin gas o ciudades sin cloacas.
Ambas visiones han chocado, una y otra vez, sobre el cuerpo cansado de una sociedad que, en su mayoría, vive lejos de los extremos. Gente que solo quiere que las cosas funcionen: que haya luz, trabajo, seguridad, justicia. Que el Estado no robe, pero tampoco se borre.
¿Cómo llegamos hasta acá?
La jueza Loretta Preska dictó una orden inédita: embargar el 51% de las acciones de YPF en manos del Estado argentino, como forma de ejecutar una sentencia por la expropiación inconsulta realizada en 2012. No se trata de un embargo clásico ni de una medida preventiva: es un intento de cobro forzoso por una deuda que Argentina generó cuando violó el estatuto de la compañía y afectó a accionistas privados sin ofrecer una compensación legal.
Ese acto —celebrado en su momento como un acto de soberanía nacional— escondía una operación desprolija, carente de fundamentos jurídicos y que ignoraba las consecuencias internacionales. El Estado no cumplió con la OPA obligatoria, no compensó a los accionistas y se jactó públicamente de no respetar el estatuto de la propia empresa. Años después, el país enfrenta una condena por más del triple de lo que vale hoy la totalidad de YPF.
Pero el problema no es solo legal. Es cultural y político. Se trató a una empresa que cotiza en Nueva York como si fuera una cooperativa barrial. No se midieron las consecuencias. Nadie pensó en los años por venir. Se privilegió el relato por sobre la ley, la épica por sobre la institucionalidad.
Los Eskenazi, Burford y el laberinto judicial
En el corazón del juicio aparece la figura de la familia Eskenazi, que había comprado parte de YPF con préstamos que debían pagarse con los dividendos de la propia empresa. Cuando en 2012 el Estado estatizó sin lanzar la oferta pública de acciones, esos dividendos desaparecieron. Petersen Energía quebró en España y el único activo valioso que le quedó fue el derecho a litigar contra la Argentina.
Fue así como ese juicio llegó a manos del fondo Burford Capital, que compró los derechos en una subasta judicial por 15 millones de euros. A cambio, se quedó con el derecho a cobrar más de 5.000 millones, si se cumple el fallo. Y si sobra algo, el remanente podría ir —sí— a la familia Eskenazi, los mismos que llegaron a YPF de la mano del kirchnerismo.
La política como voluntad, sin instituciones
Nada de esto hubiera sido posible si la expropiación se hubiera hecho como corresponde. Pero en aquel abril de 2012, el gobierno de Cristina Kirchner decidió actuar por fuera del sistema. Entonces Axel Kicillof dijo con desdén que “solo un tarado respetaría el estatuto de YPF”, y explicó en el Congreso que pagarle a todos los accionistas habría sido “ser estúpido”.
Esa frase, que quedó como símbolo del desprecio por el marco legal, fue usada años después como prueba central por los demandantes. Porque en Wall Street —donde cotizan las acciones de YPF desde 1993— no se puede expropiar sin indemnizar. No se puede dejar de cumplir con lo firmado. No se puede usar el poder del Estado para tomar empresas sin consecuencias.
Dos modelos que paralizan el futuro
Argentina no encuentra equilibrio porque no logra resolver esta tensión estructural. Un Estado omnipresente y corporativo que impide crecer, versus un Estado fantasmal que no cumple funciones básicas como arreglar las rutas. Ambos extremos prometen orden, pero generan caos.
El caso YPF debería servir como advertencia: ni el estatismo dogmático ni el desguace sin reglas ofrecen soluciones sostenibles. Lo que hace falta es reconstruir el Estado con seriedad, devolverle funciones esenciales y blindarlo frente al uso partidario. Gobernar no es imponer un dogma. Es construir un marco común de desarrollo y legalidad.