Alberto Marchen, una vida ligada al transporte y el arraigo a los buenos valores
Fue estudiante de ingeniería, trabajó para una empresa alemana, pero desde niño sintió que su vocación era la misma que la de su papá: ser camionero. Más tarde, su tarea migró al transporte de pasajeros.
16 de noviembre de 2025 - 07:18
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Alberto Marchen recibió a LA OPINION en la intimidad de su hogar.
LA OPINION
Alberto “El Zurdo” Marchen tiene 79 años. Nació el 3 de mayo de 1946. Su casa natal estaba ubicada en 9 de Julio y Larrea, más tarde su familia se mudó a Dorrego y Moreno, donde vivió hasta que se casó. Su núcleo familiar primario estaba conformado por sus padres: Alberto y Dora Mendoza.
En el comienzo de la charla, que se desarrolla en la intimidad de su hogar, ubicado en el corazón del barrio La Amalia, cuenta con orgullo que esas paredes se levantaron con el fruto del sacrificio y la sana recompensa que brinda el trabajo. Habla de su esposa Alicia Beatriz Molinaro, que falleció tempranamente hace apenas dos meses. La voz se le entrecorta cuando recrea el modo en que perdió a su compañera de forma repentina, a causa de un problema de salud que apareció de golpe y que confundieron con algo banal. Con ella transitó casi toda la vida y construyó una familia que es el pilar que sostiene y el motivo que da impulso para seguir adelante. Sus hijos son: Luciana, Marina y Emilio. Todos llevan honrados el apellido Marchen y han armado su propio destino: “Luciana (50) está casada con Mauricio, vive en Capital, y trabaja en la Organización de las Naciones Unidas: Marina (45) es psicopedagoga, está casada con Joaquín y vive en Concordia, trabaja en varias instituciones y tiene un gabinete; y Emilio (43) es licenciado en Educación Física, está casado con Marisel, está radicados en Roldán, tiene su propio gimnasio y está vinculado al tenis”, detalla y comenta que es abuelo de cuatro nietos: Vito, Camila, Juanita y Benicio. Al nombrarlos, aparece en la mirada ese brillo que solo se expresa cuando se habla de los amores genuinos.
Postales de un tiempo hermoso
Alberto es un trabajador de alma, siempre comprometido con el hacer que le permitió el progreso. Comenta que fue a la Escuela N° 1, luego al Colegio Industrial, donde egresó con el título de técnico electromecánico. Más tarde inició la carrera de ingeniería en San Nicolás, pero en tercer año tuvo que dejar los estudios.
Al recordar su infancia y juventud, los recuerdos que evoca tienen que ver con un tiempo hermoso, despreocupado de cualquier urgencia. “Me crié en el campo, en lo del ‘Gordo’ Castro, éramos vecinos y de chico el viejo me llevaba con él, ahí aprendí a manejar tractores, a sembrar y a arar”.
“A los 13 años para tener un peso los fines de semana, me iba al campo a trabajar para tener mi propio dinero”, refiere. Y también cuenta que en la casa de la profesora Cascardo, que vivía en Juan B. Justo y Coni, junto a Basile y Naim, tomaba clases de acordeón a piano. “En esa época funcionaba un trencito, nos subíamos y tocábamos canciones movidas en el recorrido y con las monedas que nos daban, nos íbamos a comer pizza en ‘La Marcelita””.
De chico también jugaba al futbol. “Así me hice del apodo que tengo”, refiere. Y continúa: “El sobrenombre me lo puso Oscar Martin, el dueño de la óptica. Jugábamos barra contra barra en la zona de Moreno y Dorrego y disputábamos partidos en la quinta de LA OPINION. Jugábamos el equipo del ‘chueco’ Martin, contra la barra de Hugo Apesteguía. Después jugué en Provincial con Dante Mírcoli que jugó en Independiente”.
“Además jugué al Pato”, señala y trae anécdotas que acompaña con la fotografía de aquel equipo de La Rural que compartía con compañeros que ya no están.
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16-11-2025 08:34
Embed - Diario LA OPINION on Instagram: "Alberto “el Zurdo” Marchen, de 79 años, es uno de esos personajes que definen a Pergamino: trabajador, familiero y fiel a sus raíces. Estudió ingeniería y hasta trabajó para una empresa alemana, pero finalmente siguió la vocación que heredó de su padre: primero camionero y luego chofer de colectivos. Durante 36 años llevó a los estudiantes a Rancagua sin faltar un solo día. Vivió grandes recorridos por el país, se reinventó más de una vez y siempre eligió el mismo camino: trabajar con honestidad. Su mayor orgullo es la familia que formó junto a Alicia, su compañera de toda la vida, a quien perdió hace apenas dos meses y recuerda con emoción. Sus hijos -Luciana, Marina y Emilio- y sus cuatro nietos son hoy su motor. Retirado, conserva intacto el amor por su barrio, sus amigos de siempre y esas historias que pintan a “otro Pergamino”. Con convicciones firmes y agradecido por lo vivido, el Zurdo Marchen es parte de la identidad de la ciudad. Lee la nota completa en www.laopinionline.ar"
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El oficio de su padre y el propio
Su papá, como todos los Marchen, fue camionero. Y él siguió sus pasos. Antes de eso, trabajó para una empresa vial de origen alemán. “Allí crecí muchísimo. Fue la empresa que construyó la ruta 32 y la 178”, cuenta y menciona que trabajó durante siete años. “Aprendí muchísimo, estudié Alemán con Susana Schutz y en el año 1973 me estaba por ir al exterior a hacer un curso de montaje electromecánico, pero desistí porque me pesaba mucho la idea de pensar en el desarraigo. Yo fui hijo único y por entonces mi madre había comenzado a sufrir a algún deterioro en su salud y yo sabía que, si cumplía con el contrato en Alemania que era por dos años, no iba a regresar nunca más a Argentina”.
En paralelo ya estaba de novio, así que el mismo día que fue a Buenos Aires a retirar los pasajes para embarcar, un 13 de diciembre, decidió que no iba a viajar. “Con el dinero que tenía, pasamos por una mueblería inmensa, la más importante que había en el país en esa época, y compramos los muebles para nuestra casa. Un mes después, el 31 de enero de 1974, nos casamos y la idea de emigrar, ya quedó atrás”, relata.
“Era una oportunidad de crecimiento laboral increíble, pero en la vida hay que elegir y yo elegí la familia. Jamás me arrepiento de eso”, destaca.
Trabajó en la empresa alemana durante un año más, mudó una planta de asfalto a Cañuelas y otra a San Pedro y luego, con su padre, adoptó el oficio de camionero: “Mi papá tenía dos camiones volcadores en la empresa, vendimos uno y al otro le enganchamos un acoplado y comenzamos a hacer viajes a Formosa para una empresa amiga de Pergamino, Giordano, que se instaló allá. Desde allá hicimos un corredor enorme llevando cemento como tres años”, comenta. “Cambiamos el Ford por un Fiat y comenzamos a viajar a Tucumán, Salta y Jujuy, así durante catorce años”.
Como casi todos los que se dedican a este oficio, se enamoró de esa tarea tan dedicada como sacrificada. “Me emociona cuando lo recuerdo porque con mi padre hemos pasado de todo, nos fue muy bien, pero también nos fundimos feo, y nos reinventamos. Jamás desistimos de la idea de que trabajar dignamente era el único camino para progresar”, remarca.
“Vimos la guerrilla, los gobiernos buenos, los gobiernos malos. Nos fundimos en la época de Menem y de Alfonsín, y arrancamos de nuevo para el norte y salimos a flote. En calle Zeballos construimos dos o tres casas para alquilar que después las vendimos. Compramos otro camión más y cuando mi viejo se hizo mayor y ya no pudo seguir, vendí el camión y comencé una nueva etapa laboral”.
Cuando se bajó del camión, compró colectivos y se dedicó al turismo. Delegaciones estudiantiles, músicos, grupos, y pasajeros fieles fueron su universo durante muchos años.
“Me dediqué al turismo y durante 36 años llevé a los chicos al colegio de Rancagua, no falté un solo día. Los pasaba a buscar, hacía todo el recorrido, los llevaba hasta la escuela, los esperaba y volvía”, describe, satisfecho de esa tarea que realizó hasta hace apenas un par de años.
“Con otro muchacho de acá, compramos dos colectivos a alguien de Chacabuco. La única condición que nos puso es que mantuviéramos sus clientes, así conocí al ‘chino’ Benac, un grande. Durante diez años me dio los viajes de campamento de estudiantes que hacían al sur”, menciona y señala que trabajando tuvo la suerte de conocer todo el país.
En el año 1986 entré en Rancagua y me fui hace dos años o tres. “Fui renovando los colectivos, hace poco los vendí y cerré un capítulo de mi vida muy importante”, precisa. “Me costó mucho dejar el colectivo. No me podía dormir, si me dormía a las 4.30 me despertaba. Extrañaba esa rutina”, confiesa.
Hoy, ya retirado de la actividad laboral, se entretiene haciendo algunas tareas de campo con un amigo entrañable Reynaldo Malandra, a quien quiere como “a un hijo”.
Su gran amor
Cuenta que conoció a la que fue su esposa en la confitería Vía Appia, un lugar emblemático de la ciudad. Asegura que Alicia fue una gran compañera y habla con profunda gratitud de ese amor que los unió. Sabe que hubo una siembra que rindió buenos frutos. Siente una profunda tristeza por la pérdida reciente de su compañera. Se sobrepone aferrándose a sus afectos y esas rutinas simples que le marcan el ritmo de sus días. “Tengo buenos vecinos, unos hijos y nietos increíbles y amigos incondicionales, entre ellos mis compañeros de colegio con los que cada miércoles por la mañana nos encontramos a compartir un café en el bar del ferrocarril; Omar Ramírez y “la picha” Älvarez, y tantos otros que me estoy olvidando de mencionar”.
“Pero la ausencia de Alicia se siente mucho”, admite y prosigue; “Teníamos todo listo para irnos a Europa. Creo que hasta su pasaporte quedó en su mesita de luz”.
Raíces de identidad
Respetuoso de sus raíces, habla de su apellido, y tras haber podido reconstruir el árbol genealógico de la familia, afirma que su abuelo vino de Francia. “Eso justifica que casi todos los Marchen hablan arrastrando la r, y suelen mantener su dentadura hasta bien entrada la vejez como rasgos de identidad”, acota. Recuerda la longevidad de muchos, la muerte temprana de otros, y recrea el perfil de sus tías y primas. “Eran hermosas y muy queridas”, agrega en un relato que aporta pinceladas del tiempo en el que los familiares siempre encontraban el motivo para reunirse.
La mejor recompensa
De convicciones fuertes, nacionalista por ideología y fiel a sus valores por principio, sus raíces, su familia, y el capital afectivo que construyó a su paso, son su principal tesoro. Se enorgullece de esa construcción.
Hace cincuenta años que vive en el mismo lugar: “Desde acá veía la ruta, la cancha de Provincial, cruzaba la ruta para visitar a mi tío Ricardo y a su esposa, Josefa, y nos entreteníamos jugando en el potrero que había donde hoy está la plazoleta por la que todo el mundo camina”, señala apegado a recuerdos valiosos.
Sus relatos tienen que ver con “otro Pergamino”, con otras costumbres, de esas que van constituyendo la identidad colectiva de este lugar que ama. “No cambio Pergamino por nada”, afirma y sobre el final la conversación transcurre entre anécdotas y retazos de historias.
Admite que se lleva “bastante bien” con el paso del tiempo y acepta el devenir de la vida sin abandonar la lucha por aquellas causas que considera justas. Con esa apreciación, termina la entrevista, que lo pinta de cuerpo entero como una de esas personas agradecidas que simplemente están a mano con la vida.