La política argentina siempre ha hecho un uso sofisticado del tiempo. Sabe demorar, apurar, congelar o acelerar, según la conveniencia del momento. Pero en el caso de la Corte Suprema de Justicia y la eventual condena de Cristina Fernández de Kirchner, la relación entre política y tiempo se vuelve literal. ¿Cuándo va a fallar la Corte? Esa es, hoy, la pregunta más incómoda del escenario político.
La condena ya fue dictada por el Tribunal Oral y ratificada por la Cámara de Casación Penal, el máximo tribunal penal del país. Jurídicamente, el fallo está firme. Pero todavía queda la instancia final: la Corte puede elegir expresarse —y hasta justificar— o simplemente aplicar el artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial y declarar “no compete”, lo que, de facto, deja la condena confirmada. Ese movimiento, sea técnico o político, tendrá efectos inmediatos: en el tablero electoral, en las calles y en la interna peronista.
Cristina lo sabe. No se trata ya de si la ex presidenta es culpable o no, sino de cuánto puede resignificar su condena en términos simbólicos. De cuánto puede volver a construir su liderazgo en torno a la idea del martirio. De cuánto puede convertir un fallo judicial en una cruzada ideológica.
Pero martirizarse no alcanza. No en este contexto.
La política no se defiende sola
Cristina quiere pelear esta batalla en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Denuncia que el proceso fue una persecución judicial, plagado de irregularidades, con jueces “designados por el poder”. Pero se olvida —o pretende que nos olvidemos— de que muchos de esos jueces fueron nombrados durante su propio gobierno. Que la causa atravesó años, instancias, recursos y debates. Que la sociedad ya ha escuchado, al menos una vez, todas las defensas posibles.
Quienes apoyan la condena —y son muchos, incluso dentro del peronismo— no lo hacen necesariamente por antikirchnerismo, sino por convicción democrática: el principio de igualdad ante la ley no puede ser una bandera oportunista. Y menos aún en nombre de alguien que construyó poder político como nadie desde el regreso de la democracia.
Cristina podría haber elegido otro camino. Podría haber hecho una defensa política de su gestión, con los matices y luces que siempre hay en una trayectoria pública. Pero eligió el rol de víctima absoluta. Y en la Argentina de hoy, que sufre los ajustes, las desigualdades y la impunidad cotidiana, la épica de la mártir ya no conmueve como antes.
La Corte y el calendario
Si la Corte Suprema decide fallar antes del 7 de septiembre, Cristina no podrá ser candidata a diputada provincial. Si espera después, será una mujer con fueros. Cualquiera de las dos decisiones, sea técnica o estratégica, tendrá consecuencias institucionales. Pero lo que está en juego es algo más profundo: si en la Argentina la justicia sigue siendo una herramienta del poder, o si empieza a ser una regla que limita a todos por igual.
Para muchos, que Cristina sea condenada es un mensaje de cierre de ciclo. Para otros, una oportunidad para reabrir el conflicto. Pero para la sociedad, lo más importante es que los líderes políticos empiecen a dejar de defenderse desde la retórica del martirio y asuman, con madurez, el peso de sus decisiones pasadas.
Martirizarse no alcanza. No cuando hay tantos argentinos que, sin fueros ni tribunas, siguen esperando justicia.