martes 01 de julio de 2025

Oscar Alfredo Squillace: uno de los últimos buenos relojeros, arte y oficio

Aprendió a reparar relojes de la mano de su padre. Su historia es testimonio de cómo la dedicación y el saber hacer se transforman en llaves que abren puertas.

15 de junio de 2025 - 07:18

Oscar Alfredo Squillace es relojero. De los viejos y de los buenos, de esos que ya no quedan. Nació el 8 de mayo de 1948 y todos lo conocen por su apodo: “Negro”. Tiene 77 años. Creció en el barrio Acevedo, en una casa que estaba ubicada frente al Ferrocarril.

Su núcleo familiar estaba integrado por su papá, Alfredo y su mamá Antonia. “El era relojero y ella modista. De ambos aprendí cosas valiosas, mi viejo me enseñó el oficio y mi madre, a coserme el ruedo de los pantalones”, refiere en el comienzo de la charla que se desarrolla en la intimidad de su casa, y en la que también habla de su única hermana, Liliana.

Cuenta que tuvo una hermosa infancia, sana, sin mayores preocupaciones que la de buscar un potrero donde poder jugar a la pelota. “Mi niñez fue en el barrio, con mis amigos de siempre”, resalta y recrea vivencias que reflejan el modo de vivir de su época.

Fue a la Escuela N°4, después hizo dos años en el Colegio Industrial, pero abandonó. “No me gustaba que tenía que ir prácticamente todo el día, así que dejé la escuela y comencé a trabajar con mi papá y seguí estudiando en el Comercial nocturno”.

Su segunda casa

Desde chico, su segunda casa fue el Club Douglas Haig. “De chico me llevaba mi papá, me encantaba ir con él, y después, ya de más grande, iba solo, estar en el club era el paso obligado de todos los días”.

“Empecé a ir al Club cuando tenía once o doce años, y toda mi adolescencia y juventud la pasé allí”, describe y recuerda: “Cuando yo tenía 13 años, lo estaban levantando al club, antes íbamos a la parte vieja”. Cuando habla de esa institución y sus rutinas, lo que señala lo acerca a vivencias inolvidables. “Mi viejo me llevaba los domingos a la cancha”.

Jugó al fútbol en las divisiones inferiores del Rojinegro. “Jugué hasta los 20 años, después dejé, era otra época, más bohemia”, refiere en relación a cómo eran los partidos y las prácticas. “Jugábamos el fin de semana, pero en la semana los entrenamientos los hacíamos en el potrero”.

Es socio vitalicio de Douglas Haig y va a la cancha cuando puede. Pero ya no participa como antes de la vida de la institución: “La gente que iba conmigo, ya no está, y a muchas de las personas que hoy forman parte del club, no las conozco demasiado. Solo cuando voy a la cancha me encuentro con alguno de mi época”, agrega.

Amante del fútbol, es hincha de San Lorenzo: “Me hice hincha en la casa de José Luis Picarelli, su papá y mi viejo armaron una peña en Douglas, los encuentros se hacían en su casa y allí había una habitación toda de San Lorenzo, me enamoré de ese cuadro de fútbol y abracé esos colores desde entonces”.

Su oficio de siempre

Comenzó a trabajar a los 14 años y antes de cumplir 15 ya era relojero. Había aprendido el oficio de su papá y su tío. “Los Squillace somos una familia de relojeros. Mi papá siendo muy joven había aprendido a reparar relojes gracias a lo que le enseñó su hermano que era mayor que él. Y yo seguí los pasos de ambos y ese fue mi trabajo durante toda la vida”, resalta.

El taller de relojería que tenían funcionaba en calle San Nicolás, frente a la Terminal vieja, donde hoy funciona la Casa de la Cultura. Allí estuvimos durante muchos años y trabajamos mucho. Nos llegaban relojes de todas partes para reparar”, menciona.

“Cuando cerró la Terminal mermó un poco el trabajo, y nos mudamos a la avenida Julio A Roca. Ahí levanté un poco”, agrega, destacando que se dedicaban a la reparación de relojes y hacían algunas ventas. “Estuve allí hasta el año 2010 en un local que era de mi suegra y después instalé el taller en mi casa”.

Al momento de describir su tarea, rescata su carácter artesanal. “Había relojes mecánicos, en Pergamino había muchos relojeros y todos trabajábamos muy bien. Hoy quedé yo y otro más”, añade, en un relato colmado de recuerdos.

Reconoce que se fue enamorando de su oficio. “Los relojeros eran toda buena gente, éramos muy compañeros, nos ayudábamos y consultábamos”, señala y reconoce que en el acto de dejar un objeto de valor en manos de alguien para que lo repare, se juega algo de la confianza. “Nunca traicionamos esa confianza y eso nos permitió hacernos un buen nombre”.

“Lo nuestro era arreglar relojes, y lo hacíamos de manera muy artesanal”, resalta. Y recuerda la década del 60 y 70 a la que define como “la mejor época para la relojería, porque todos los relojes eran buenos, de excelentes marcas y la gente los usaba mucho”, abunda. Y prosigue: “La relojería de ahora es distinta, hay mucho reloj descartable y es difícil conseguir repuestos, el oficio como lo concebíamos, ya no existe más”.

“La relojería buena existe, pero vale mucho dinero”, acota y reconoce que no hay tanto mercado para eso. “Hay relojes que valen más de un millón de pesos, no todo el mundo puede acceder a tener uno”.

Respecto de los clientes, asevera que siempre fueron muy fieles. “Arreglábamos relojes que llegaban de todos lados. Ese público con el paso del tiempo también ha cambiado. Y quienes llegan hoy al taller lo hacen con el mismo propósito: el de conservar en buen estado relojes que poseen, muchos porque los han heredado. Hoy muchos clientes son herederos, porque la gente mayor antes usaba relojes buenos, de excelentes marcas y muy buena calidad”.

En el presente se dedica también a reparar relojes de coleccionistas. “Tengo varios amigos que coleccionan relojes y los reparo cuando necesitan”, menciona. También repara relojes antiguos de pared que tienen más de cien años. “Hay un mercado, pero es cada vez más selecto”, refiere, aunque aclara que estando ya jubilado “muchos relojes no tomo, porque no quiero asumir tantos compromisos. Trabajo para los amigos y para alguno que me recomienda, porque no hay más relojeros”.

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Embed - Diario LA OPINION on Instagram: " Oscar “Negro” Squillace: una vida entre engranajes y afectos Desde los 14 años, Oscar Squillace se dedicó a lo mismo: reparar relojes. Aprendió el oficio con su papá y lo ejerció toda la vida con dedicación artesanal y honestidad. Hincha de San Lorenzo y socio vitalicio de Douglas Haig, es un hombre de barrio, memorias entrañables y valores sólidos. A los 77 años, sigue arreglando relojes desde su casa, ahora solo por gusto, para amigos y coleccionistas. Papá de tres hijas, abuelo de Lorenzo y compañero de Nora desde hace más de 40 años, el "Negro" valora lo simple: el café de la mañana, la familia reunida y el trabajo bien hecho. “Soy una buena persona, y siempre me rodeé de gente buena”, dice. Y en esa frase resume una vida vivida a mano, con el tiempo, y con el corazón. Nota completa en @laopinionline -Link en bio- #HistoriasDeVida #Pergamino #OficioConPasión #Relojero #DouglasHaig #RelatosQueInspiran #OrgulloLocal"

Un afortunado

Aunque a la luz de lo que pasa hoy con el oficio, quizás no es el camino que elegiría si tuviera que volver el tiempo atrás, se siente afortunado de haber podido crecer en una actividad que se transformó en su modo de vida y que ejerció con mucha dedicación. “Me fui enamorando del oficio”, confiesa. Y añade: “No hice dinero, pero pude vivir de lo mío, haciendo algo que me gustó”.

“En tantos años de trabajo hubo épocas gloriosas y también tiempos difíciles”, admite. Y enseguida precisa: “La década del 90 fue difícil, pero el mercado había empezado a cambiar mucho antes, en el 79 cuando empezaron a entrar los relojes chinos”.

En esos momentos más adversos, siempre se sintió acompañado por su familia. “Mi mujer fue un sostén muy importante”, resalta. Y la conversación se introduce en su universo íntimo. Desde hace cuarenta y dos años comparte la vida con Nora Tello.

“Nos conocimos circunstancialmente en el taller cuando ella llevó a reparar un reloj”, cuenta. “Yo venía de una separación, comenzamos a salir y construimos una relación muy genuina. Tenemos tres hijas: Carolina, Florencia y Bárbara”.

“La mayor es docente, está en pareja con Eugenio Friguglietti y tienen a Lorenzo, mi nieto de 10 años. Florencia trabaja en un estudio contable y está en pareja con Nicolás Magallanes; y Bárbara es diseñadora gráfica y está en pareja con Pablo Acha”, comenta.

Al hablar de sus hijas, la mirada se le ilumina y aunque es reservado al momento de expresar sus emociones, reconoce que tenerlas fue “algo que me cambió la vida”.

“Ser padre es una experiencia transformadora, soy papá de tres mujeres, lo que representó también un gran aprendizaje para mí”, reconoce.

Su familia es su principal sostén y el motor que da impulso a todo lo demás. “Mi mujer ha sido y es una gran compañera, ella trabajaba en Bunge y Born cuando la conocí, y cuando la empresa cerró comenzó a preparar alumnos en casa y cocía”, comenta, agregando: “En las épocas en que no andaban bien las cosas en la relojería, su apoyo fue vital porque ya teníamos a las chicas y había que sostener la casa”.

Desde que están juntos viven en cercanías del Parque Belgrano, una zona de la ciudad que se ha transformado en los últimos años, y que antes estaba signada por la impronta que le imprimía el ferrocarril. “Nos gusta vivir acá, dentro de todo es un lugar tranquilo”, expresa.

Se define como un hombre familiero y se lleva bien con el paso del tiempo. “Tengo algunas ‘nanas’ de las que me ocupo, trato de cuidarme, de alimentarme sanamente y de estar tranquilo”, refiere comentando que en su presente sus rutinas pasan por el trabajo, el encuentro con amigos y la familia.

“Mi hobby es salir a tomar un café todos los días. Lo hago por las mañanas, algunas veces voy con mi nieto. El café de la mañana me conecta con algo que me gusta hacer, me encuentro con gente conocida y la paso bien”, cuenta.

A mano, con la vida

En el espacio que se abre entre el trabajo y las obligaciones, que con el tiempo se va haciendo más amplio, intenta conectarse con las pequeñas buenas cosas de la vida. “No tengo grandes pretensiones, tomo los compromisos laborales que quiero, y el resto del tiempo estoy en casa, me gusta estar en casa”, remarca. Y continúa: “Siempre soñé con tener una familia grande, y lo conseguí. Cada vez que nos reunimos somos muchos porque se suman mi consuegro, mi sobrino y mi hermana, además de las chicas, sus parejas y el nieto”.

En esa mesa tendida, en el encuentro con los suyos está su esencia y quizás la mejor recompensa. No tiene asignaturas pendientes ni nada que reclamarle a la vida. Es de las personas que ha sabido construir su camino y se siente gratificado por eso.

“Soy una buena persona, la gente que me conoce, me quiere, y yo quiero a las personas que tengo en mi vida. Siempre me he rodeado de gente buena, humilde, pero buena”, afirma.

El hacer y cierta nostalgia

Cuando la charla casi termina, las reflexiones vuelven a llevarlo por las anécdotas de su oficio. En la actualidad, su taller de relojería funciona en su casa. Trabaja allí cada vez que llegan relojes para reparar. “Reconozco que algunas veces cuando bajo al taller, siento un poco de nostalgia”, confiesa

En ese espacio íntimo está el reflejo de buena parte de su vida. Sus elementos de trabajo, sus repuestos de valor invaluable. Su saber hacer, y su persistencia en un oficio de esos que se fueron perdiendo. Y que, sin embargo, siguen siendo tan vitales como todos aquellos que se ejercen con vocación, pericia y ese arte que no surge de manera espontánea, sino que se construye con el paso del tiempo, ese que los relojes siguen marcando, sin pausa.

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